Vivir: narrarse la propia vida.
Sobre historias reinterpretadas, una metáfora aristotélica de Paul Auster y la vida que elegimos contarnos a nosotros mismos.
Do not say the moment was imagined
Do not stoop to strategies like this.
Leonard Cohen
We tell ourselves stories in order to live, lo dijo Joan Didion. No hay otra verdad como esta. Vivir tal vez sea sólo eso, contarse historias: tomar un suceso sencillo, cualquier acontecimiento que atravesamos –una mirada de reojo, una conversación inocente, una frase críptica susurrada al oído– y armar con todo ello un relato que abarque mucho más que la suma de sus partes, que se sostenga por sí mismo sin ayuda, que no requiera de la realidad para adquirir forma propia. Vivir: darle forma a un pájaro de papel que no necesite alas de carne y pluma para echar a volar por sí mismo. No existe una verdad única, da igual qué ocurrió realmente; importa sólo el comentario que le agregamos, sólo el relato que hilvanamos con tesón, paciencia e imaginación, la historia que creímos ver desplegarse ante nuestros ojos como una sábana tendida al sol se hincha bajo la caricia del aire y adopta formas casi reconocibles. Sólo así se vive, así se logra vivir: narrándose uno mismo la propia vida, erigiendo con palabras un castillo de naipes que comprende no sólo lo que hemos experimentado sino también la interpretación que hemos extraído de todo ello, el sentido que le hemos encontrado, cómo hemos moldeado aquello que nos ha sucedido. Vivir: no preguntarse nunca qué está ocurriendo en realidad; desechar cualquier cuestionamiento de veracidad, e inventar un relato a la medida de la propia esperanza.
Quizás no todo pueda explicarse con palabras, pero todo puede ser reflexionado, desmenuzado, desarmado y vuelto a armar de otro modo, como un puzzle capaz de mostrar diferentes imágenes según el orden en que se decida colocar sus piezas. La manera que encontremos de hacerlo, las palabras precisas que escojamos para dar forma a nuestro relato, nuestra forma particularísima de mecer la esperanza, es lo que define quiénes somos. Vivir: inventar algo en que creer. Todos necesitamos aferrarnos a una historia. Vivir se parece a escribir porque, aunque nadie puede negar que existimos aquí y ahora y que somos reales –nuestro corazón late y nuestros pulmones se expanden y contraen como prueba ineludible–, también somos, en cierta manera, nuestros propios pequeños personajes de ficción; nos escribimos como y donde nos apetece y nuestra vida se vuelve un relato épico de batallas, héroes y conquistas cuando, al cerrar los ojos antes de dormir, la mente comienza a repasar el día y recordar e imaginar se vuelven una misma cosa.
A veces tengo la sensación, algo desconcertante, de no ser del todo yo; de ser lo que yo, sentada junto a mi cuaderno, escribiría de mí. Cuando era niña, en mi cabeza habitaba una voz incontenible que, como un narrador literario en tercera persona, relataba todas mis acciones cotidianas –se lavó los dientes y se secó la cara con la toalla, antes de dirigirse a la cocina a cenar con su familia–. No hablé con nadie de ello; temía estar volviéndome loca, leer demasiados libros, ir camino de convertirme en una suerte de pequeña Quijote de ocho años. Ahora entiendo que todo es más interesante contado que vivido y, en ocasiones, para volver al presente cuando mi mente se evade, recurro a ese viejo placer silencioso de describirme lo que hago, lo que veo, como si mi vida, en todo su amplio abanico de embates y repliegues, también fuera digna de estar escribiéndose a cada instante.
Vivir: tejer una red de historias que sostenga nuestra conciencia. Somos seres narrantes, desde el principio de los tiempos; desde que los griegos y los romanos explicaban el mundo con sus mitos de dioses y hombres, desde que los juglares recorrían los pueblos repitiendo como una letanía cuentos y canciones, hemos existido porque nos contábamos nuestra vida y la de los demás. Moldeamos la realidad a nuestro antojo y las palabras que elegimos utilizar determinan quiénes somos. Lo explica muy bien Siri Hustvedt cuando dice que ninguno de nosotros podrá desatar jamás el nudo de las ficciones que conforman ese algo inestable que denominamos el Yo. Cada relato construido en nuestro interior empuja unos milímetros el mundo, lo acerca a ese otro mundo, paralelo e impalpable, que preferiríamos habitar. Narrarse es, además, edificar una torre a la que nos encaramamos para contemplar la vida: cada pequeña historia, cada naipe que elegimos colocar sobre nuestro castillo, decreta dónde colocaremos el siguiente; interpretamos el presente –e imaginamos el futuro– en base a la manera que tuvimos de narrarnos el pasado. No somos sino esa colección de ficciones que nos acompaña y cimenta nuestra vida; existimos prisioneros del cuento que elegimos contar, igual que un canario lo hace dentro de su jaula. Quizás por eso los niños, a veces, tropiezan a la hora de entender el mundo: porque carecen de historia previa sobre la que sustentar lo que ven; les faltan referentes, un hilo narrativo propio en el que ir entretejiendo su presente.
Vivir: elegir un sueño y llevarlo a la práctica hasta las últimas consecuencias. Narrarse la propia vida es instalarse en una verdad hecha a medida, una verdad íntima y personal que tal vez no concuerde con la que ocupan los que nos rodean. ¿Significa eso que vivimos, en cierta medida, en una mentira? ¿Habitamos cada uno un relato que no dialoga con los relatos independientes que han construido los demás? En su último libro, Baumgartner, Paul Auster utiliza la analogía aristotélica del alma como capitana de una nave que es el cuerpo para presentar su propia metáfora modernizada, reinterpretada sobre automóviles actuales: extrañas imágenes, millones y millones de cuerpo-almas conduciendo sus respectivos coches por inmensas carreteras y autopistas interconectadas, cada hombre y mujer al volante, una mónada de tamaño humano encerrada dentro del caparazón metálico de un coche semejante a un insecto, cada persona de la multitudinaria horda sola en medio del tráfico incesante y con frecuencia peligroso, mientras el cuerpo detrás del volante, que también es mente, alma o intelecto, es el encargado de tomar centenares de pequeñas y grandes decisiones para pilotar el coche sano y salvo hasta su destino.
Cuando lo leí me cautivó esa imagen de la vida como una inmensa carretera en la que cada uno de nosotros está aislado del resto en su propio vehículo, todos juntos e interconectados, circulando unos al lado de los otros, pero a la vez incomunicados, recluidos en la soledad del propio automóvil en el que sólo viaja uno mismo. ¿Y si esa burbuja protectora que nos aísla fuera nuestro propio relato, la versión semi ficticia del mundo que constantemente nos repetimos a nosotros mismos, y que tal vez entra en conflicto con la historia personal que se cuentan los demás? A veces me pregunto cómo es mi vida en el recuerdo del resto, de qué forma han colocado otras personas nuestras vivencias comunes en su propio castillo de naipes. Existen infinidad de versiones del mismo cuento, tantas como narradores lo relaten. Posiblemente en alguna la villana sea yo. En otras, tal vez incluso ni aparezco; quizás ese gesto nimio y diminuto, casi intrascendente, en el que yo quise leer complicidad y esperanza, al que dediqué capítulos completos de mi propia historia, pasó desapercibido para la otra persona, aislada en la soledad de su automóvil, que no registró como yo esos guiños y presagios compartidos. Toda recapitulación de lo vivido nos remite a un estado ficcional de las cosas. No hay manera certera de estar seguro de que la historia que nos contamos se corresponde con la realidad. Pero tampoco existe –o yo, al menos, no he encontrado– otra forma de avanzar por esta carretera sinuosa y ondulante. Esa vida narrada, desfigurada, exagerada, reinterpretada y diseccionada hasta el hueso sigue siendo nuestra vida, la única que tenemos. Y sólo así, inventando incansablemente historia tras historia, seguiremos, como Sherezade, con vida una noche más.